El camino de Santiago de Compostela día 5

Día 5
O Pedrouzo – Santiago de Compostela 20 Km

Era nuestro último día. Se nos mezclaban muchas sensaciones: ansiedad, agotamiento, orgullo, satisfacción.

Decidimos comenzar a caminar temprano con la intención de llegar a tiempo a Santiago, antes de la misa en la Catedral.

Cuando abrimos la puerta para salir del hostal, el frío se nos vino encima. No había tiempo para lamentarse. La meta nos esperaba.

Comenzamos el camino y ese último día, nos dio el regalo de un amanecer como lo habíamos esperado: un precioso espectáculo de colores trepando por la montaña. Nos reconfortó, era la recompensa.

El comienzo del camino era empinado hasta llegar al alto del Gozo. Un lugar hermoso desde donde se divisaba a lo lejos la anhelada ciudad de Santiago.

Este día era diferente porque estábamos sin Pepe. Él había decidido dormir en O Pedrouzo y salir de madrugada hacia Santiago. No iba con nosotros físicamente pero nos comunicábamos y sabíamos en que parte del camino venía. Era, sin lugar a dudas, un guerrero: no descansó un solo día ni salió tarde nunca. Siempre le madrugó al camino.

En este día, mi propósito era Dios. Mi compañero inseparable e incondicional. Mi amigo, mi socio, mi Padre. Caminaba para Él… mi Dios… el mío…, el que me llena de energía y de Fe. Era una jornada de agradecimiento por cada día del camino de mi vida. Estaba plena y feliz. Cada paso que daba me acercaba más y más a la meta y acortaba la distancia para orar con Él.

Caminamos otros seis kilómetros y nos parecía increíble que hubiéramos llegado a la ciudad. ¡Estábamos en Santiago de Compostela!

Nos detuvimos a tomar fotos al aviso que nos daba la bienvenida. Estaba repleto de recuerdos que hacían alusión a lo vivido por los peregrinos en su propio viaje: aprendizaje, triunfo, agradecimiento…

El sitio era muy bello y único.

Aún faltaba otro pequeño tramo que se me hizo eterno. El paisaje cambió rotundamente, era caminar por la ciudad, era volver paso a paso a la realidad. Yo no veía la hora de llegar. Otra enseñanza: paciencia y autocontrol.

A pesar de que los dolores que había venido soportando se hicieron más fuertes, pude sobreponerme y tomar fotos en esas calles lindas que despertaban nuestro asombro.

Y por fin… ante nuestros ojos, la Catedral. Habíamos llegado. Era el final de esta aventura. Y el comienzo de un camino sin explorar: el personal e íntimo, en el que replanteas o ratificas acciones. Lo sorprendente es que lo inicias con aprendizajes nuevos y con el alma plena. Me parece imposible que alguien haga el camino de Santiago y regrese siendo el mismo. A mí, por lo menos, me había marcado.

Me senté en una de las escalinatas de la catedral, puse el morral a un lado y literalmente descargué mi equipaje. Un turista que pasaba, de quien no olvidaré su cara, espontáneamente empezó a aplaudir dándonos la bienvenida. Creo que hizo lectura en nuestra expresión de la magnitud de la felicidad por el deber cumplido. Respiré profundo y no pude evitar el llanto.

Es posible que de las tres yo fuera la más sensible o la emoción me desbordó, el caso es que disfruté el momento: había recorrido 120 kilómetros y estaba feliz de haberlo logrado.

Fueron cinco días para mí, para dar gracias, para pensar y planear mi futuro. Todo un regalo.

Pepe venía en camino y no veíamos la hora de verlo, abrazarlo y celebrar su hazaña. Mientras llegaba fuimos a la oficina de registro a presentar el pasaporte con los sellos del camino, requisito para recibir la Compostela: un diploma con el nombre del caminante escrito en latín y así, ser declarada oficialmente Peregrina. Eso soy… con mi mano apuntando al cielo. A ti Dios.  Dándote gracias por tanto.

La misa comenzó y la emoción me volvió a traicionar. Saqué de mi morral las cartas de dos personas a las que adoro y con quienes me había comprometido para llevarlas hasta Santiago. Estaban maltrechas, con las cicatrices del camino y las expuse como ofrenda.

Diana estaba sentada a mi lado. Nos abrazamos conmovidas. No me cansaba de dar gracias por un camino lleno de aprendizajes, de pendientes y descensos, de tiempos de sol y de lluvia, de compañías infinitamente valiosas. Y otra vez, gracias por mi familia, por mi camino, por el amor de mi vida, por mi futuro. ¡Por todo… gracias Dios!

Vimos llegar a Pepe y el abrazo fue eterno. Pasamos el resto del día juntos, almorzamos y nos presentó a Mauro. Un guerrero quien con setenta años había recorrido 830 kilómetros en compañía de Pepe, hasta cinco jornadas antes de llegar a Santiago de Compostela. Él, nuestro compañero, había aprendido también la valiosa lección de parar cuando tu corazón no quiere. A él sus zapatos irónicamente lo habían detenido. Estaban emparamados y así era imposible caminar. Mauro había continuado solo. Nos tocó el reencuentro. Qué afortunadas fuimos de conocerlos.

Despedirnos de Pepe y de Mauro me llenó mis ojos de lágrimas. Eran un regalo de la vida. Ellos eran el testimonio vivo de que no importa la edad para cumplir sueños.

El camino había terminado. Y yo necesitaba procesar mis aprendizajes, los de la vida, los del camino.

Para mis compañeras se me agotan las palabras de agradecimiento por cada paso que dimos desde que soñamos este viaje hace más de un año. Gracias por esperar el tiempo necesario para que mis pies estuvieran bien después de una cirugía y de una fractura. Gracias por los silencios, las risas, las rabias, el llanto. Gracias peregrinas… Gracias a mi hermana de sangre y mi hermana de vida.

A mi equipo de camino de la vida (familia, amigos, compañeros de trabajo) a ustedes, les dedico estos 120 kilómetros y mis cuatro décadas de vida.

Y a ti, Pepe… te quedarás por siempre en mi corazón.

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