Soy la tercera de tres hermanas. Mis padres, trabajadores incansables. Vivíamos en barrios con entornos complicados, donde la violencia era parte del ambiente. Ver en las esquinas a los sicarios era parte de la cotidianidad.
Mi mamá, una mujer sabia, desde que estábamos muy pequeñas decidió que el deporte era la manera de mantenernos ocupadas y evitar que el entorno nos absorbiera. Y lo logró.
Seis horas diarias de entrenamiento formaron la disciplina que hoy tengo para cada cosa que emprendo.
Mi entorno, a veces con la escasez del dinero para pagar el arriendo o mercar, y con días en los que mis abuelos amortizaban nuestra angustia, fueron poco a poco mis formadores del tesón y las ganas que se necesitan para no tenerle miedo al futuro. Como siempre he oído, la necesidad es el mejor formador de carácter, y eso en mí funcionó a la perfección. Desde muy pequeña aprendí a vender, mi papá siempre nos lo inculcó: zapatos, sanduches, pijamas y cuanta cosa se me atravesaba, hacían parte de mi surtido. Sola me iba para los centros comerciales, de almacén en almacén lo vendía a crédito y sin ninguna referencia, a quienes atendían los locales. Muchas veces me sacaron los policías, pero mi empeño hacía que volviera a buscar clientes.
No veía la hora de terminar la universidad para comenzar a ayudar más en mi casa y seguirle el ejemplo a mis hermanas mayores. Trabajando pagué el 30% de la matrícula y el 70% el Icetex me los prestaba, los cuales pensé que nunca terminaría de pagar.
Cada día fue un aprendizaje que significó el comienzo de mi etapa que emprendería unos años más tarde.