El camino de Santiago de Compostela día 2

Día 2
Portomarín – Palas de Rei 23,9 Km

Desde la noche anterior acordamos con Suso que la salida sería a las 7:30, a pesar de la advertencia de que a esa hora estaría apenas amaneciendo y de insistirnos en que no era necesario apresurarse tanto para iniciar el viaje.

Efectivamente, a la mañana siguiente, como si estuvieran citados, muchísimos peregrinos comenzaron a salir de los diferentes albergues preparados para el recorrido de 25 kilómetros. Con el cuerpo descansado y el entusiasmo a flor de piel empezamos a caminar. Caía la lluvia y por lo visto el sol no nos acompañaría.

El piso estaba pantanoso, caminar en esas condiciones dificultaba la marcha. Comenzamos a subir una cuesta prolongada una vez dejamos Portomarín. El peso de la camisa, la chaqueta y más prendas encima para protegernos del frío, pesaba sobre nuestros cuerpos.

Era un día muy importante para mí. Avanzaba por el camino… Sí… justo por el sendero por el que había transitado en mi vida durante cuarenta años de recorrido. Muchos kilómetros andados, infinidad de experiencias, aprendizajes e historias escritas en mi libro de recuerdos. Esa era la motivación del segundo día.

Mi camisa tenía estampado el propósito del día en el lado izquierdo: “por mi camino” Era solo un símbolo, la verdad no era necesario mirarlo. Desde que salí de Portomarín, en mi cerebro, en mi mente y en mi corazón estaba vivo el recuerdo de cada una de las personas que me habían ayudado y acompañado en este viaje que es la vida.

La lluvia no cesaba. Se obstinaba en recordarme que los primeros pasos no habían sido fáciles.

Las tres avanzábamos en silencio. Cada una a su propio ritmo. Regulando la respiración y dosificando las fuerzas para ser capaces de recorrer las pendientes y descensos que, según las indicaciones, eran una constante en los 25 kms que nos esperaban. Nunca nos perdimos de vista entre nosotras, una detrás de la otra, o en ocasiones juntas, cruzándonos una que otra palabra. Así fueron los primeros 10 kms.

Ese silencio me permitió devolverme en el tiempo y recordar, uno a uno, la interminable lista de personas importantes que habían estado conmigo y con mi familia en cada tramo del camino.

El corazón palpitaba al ritmo de dos sentimientos maravillosos: el agradecimiento por muchas personas que fueron como el bordón de peregrino que me sostiene ahora y el orgullo cuando recuerdo la manera solidaria en que mis padres, mis hermanas y yo nos hemos protegido siempre. Tuve la sensación de que cada paso que daba bajo la lluvia, esa lluvia molesta para otros, ahora tenía el poder de lavarme por dentro. Avanzar… avanzar…seguir avanzando, a veces con dificultad. Hoy, vuelvo la mirada hacia el pasado y me embarga la satisfacción de haber vivido lo que viví porque ello me permitió compartir e inspirar a otros para que no se rindieran cuando los escollos del camino indefectiblemente aparecían. Yo conozco esa sensación de frustración, la he vivido muchas veces en la vida. Es como estar en un camino largo, rocoso y empinado, con el viento en contra y el cuerpo y los pies adoloridos. La clave: no parar, seguir, no darse por vencido. No dejar que el cansancio se acomode.

Y de nuevo el agradecimiento me remueve las entrañas: mis abuelas, mis tíos, mis amigos. Ese jefe extraordinario que tuvo mi mamá que se hizo cargo del pago del primer semestre de mi universidad con un comentario más valioso todavía: “de ahí en adelante, gánese el puesto mijita”. Y eso fue lo que hicimos en familia, ganarnos los puestos con tesón y ganas.

Mi cabeza se llenó de nombres: Wagner, Susana, Juan, Enrique, Laura, Alba, Diana, Mónica, Jorge Martínez, Jorge Gómez, clientes del alma, profesores, amigos de siempre, amigos que ya no veo pero no por ello menos queridos. Todos ellos estaban en mí para recordar mis pisadas antiguas.

Las imágenes se sobreponen y vuelvo a pensar en mi familia, mis hermanas: compañeras de batallas, presentes siempre. Formando equipo y como en una carrera de relevo, pasándonos el testigo cuando alguna necesitaba descansar.

Siempre tendré anécdotas campeonas, como la de una ocasión en que mis hermanas y yo pasamos la noche en vela sosteniendo, por turnos, los lentes de una de ellas porque precisamente el día del examen de final de semestre, una de las la patas ya no resistió más el remiendo que mi mamá le había hecho. Ganó el semestre como una de las mejores. Aprendimos siempre a encontrar la felicidad pese a las dificultades.

Vino a mi mente Junzuke, nuestro entrenador de gimnasia. Otro maestro de la vida, con exigencias y recompensas.

En un alto del camino Mony, Diana y yo hicimos varias fotos, reímos, compartimos la experiencia de cada una en medio de ese frío-lluvia que se nos había metido en el cuerpo.

El camino de Santiago, como la vida, también tiene situaciones de solidaridad y desprendimiento: los ascensos prolongados habían hecho que Diana sufriera de un fuerte dolor en una de sus rodillas. Ella no quería parar y continuamente se autosugestionaba con el pensamiento de que el dolor iba a desaparecer, sin embargo, cojeaba sin darse cuenta. La lluvia continuaba. Un hombre canoso, cargando una mochila y ayudándose con dos bastones, quien por su ritmo denotaba que llevaba muchos más recorrido que nosotras, se emparejó con Diana y en inglés le preguntó si tenía algún dolor. Ella le explicó lo que sentía y John compartió con ella sus pastillas.


Unos kilómetros más adelante volvimos a verlo. Esculcó en su equipaje, se acercó y le entregó a Diana una crema para el dolor en las articulaciones.

A medio camino, cruzamos por un pueblo pequeño. La lluvia ya no era constante. Nos detuvimos un momento y nos quedamos observando unas vacas que con su andar cansino trasmitían serenidad. Se nos unió María Alejandra, la venezolana. Hacía el camino en soledad. Sonriente nos pidió que le tomáramos una foto. Nos habló de su familia: dos hijos y el esposo. También mencionó a su país, caminaba por Venezuela, por soluciones. Esperanzada repetía una y otra vez que aunque aún vivía allá, cada vez veía más cerca la hora de partir.

Después de acompañarnos un rato, decidimos parar. Le entregamos una banderita de Colombia y le dijimos que su propósito lo llevaríamos en nuestros corazones. Valiente, muy valiente hacer el Camino dejando a sus hijos y a su esposo en casa. María Alejandra se describió a sí misma como “una novela venezolana en medio del camino”

Diana se rezagó un poco y compartieron historias entre ellas. Mónica y yo avivamos el paso y nos adelantamos. Ella escuchaba música y cantaba. Yo seguía repasando mi propio camino y trataba de hallar la respuesta a una pregunta que muchas personas me hacen: ¿Cómo habíamos logrado superar en familia tantos obstáculos y cómo había yo materializado el sueño de crear mi empresa, sostenerla y llevarla al lugar donde está hoy?

Estábamos extenuadas, era necesario hacer una parada. Faltaban cuatro kilómetros cuando llegamos a un lugar bellísimo. Llamaba la atención un jardín en el que una especie de esculturas de hormigas gigantescas eran las protagonistas. ¡No lo podía creer! En ellas estaba la repuesta. En el segundo día, en mi segundo propósito, aparecían estas hormigas que simbolizan la organización y el trabajo.

Me senté un rato, tome fotos y le comenté conmovida a Mónica, mi hermana, la emoción que me embargaba.

Entramos al lugar. Cada detalle estaba cuidadosamente pensando para que los peregrinos renováramos nuestro ánimo. Cuando entregué mi pasaporte para ser sellado descubrí el nombre del sitio: “a paso de hormiga”. Otro mensaje del camino a Santiago que se metería en mi alma para siempre.

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