El camino de Santiago de Compostela día 3

Día 3
Palas del Rei – Arzúa 29,3 Km

Muy temprano en la mañana de este nuevo día encontramos junto a la puerta nuestras loncheras para el camino: sanduches, fruta y agua, preparadas por Pily. Otra vez nos sentimos como hijas arropadas por esta amable mujer. El plan era salir antes del alba. El día anterior habíamos comprado linternas y ropa apropiada. Convinimos con Pepe en que nos veríamos en el pueblo a las siete.

Estaba preocupada porque había dormido muy mal, tenía los pies muy fatigados y era el día del trayecto más largo.

Nos recogieron de madrugada. Salimos de Palas del Rey e Iniciamos el camino con Pepe. Seguía lloviendo. El silencio era absoluto y de alguna manera este silencio se convertía en cómplice para entender lo que estaba viviendo. El sonido de las goteras golpeando la tela impermeable tenía el sonido rítmico de un tambor lejano que me trasmitía fuerza y al mismo tiempo temple para no dejarme vencer en esta jornada. El haz de luz de las linternas me llevó a recordar las veces que algún obstáculo en mi camino personal me había obligado a buscar claridad. Treinta kilómetros era mucha distancia, pero estaba lista.

Ese día mi propósito era caminar por el amor de mi vida. Él ameritaba mi esfuerzo. El camino había sido duro antes de conocerlo a él. Tal vez por ello le dedicaba, ahora, el día más difícil, el que más esfuerzo me exigía.

Teníamos el convencimiento de que el amanecer nos iba a sorprender con algún reflejo de colores pero la bruma y la lluvia solo permitieron que la silueta oscura del paisaje se empezara a aclarar con lentitud. Nos habíamos acostumbrado al frío, pero el de esa madrugada era insufrible. Debido a que nuestra salida en ese momento había sido a una hora inusual no encontramos caminantes. El camino era particularmente difícil para Diana porque el barro que se acumulaba en el terreno quebrado le exigía un esfuerzo adicional y se reflejaba en la rodilla. Desde los primeros pasos estaba molesta.

Llegamos a un hostal cuando ya había amanecido por completo y un grupo de caminantes iba de salida. Apagamos las linternas y los saludamos: grupos de personas que se conocieron caminando y otros de familias que llevaban más de un mes de peregrinaje. Habían acumulado más de 700 kilómetros y, también, días de frío, lluvia y hasta nieve. Sus historias y anécdotas le imprimían entusiasmo a ese día gris, al tiempo que renovaban mis fuerzas para continuar. Estos guerreros tenían que estar más cansados que yo.

A los ocho kilómetros el dolor que Diana sentía era evidente. Su cara lo reflejaba. Había que tomar decisiones. Tan difícil era continuar como desistir y como procedemos a veces en la vida, con dolor en el cuerpo y en el corazón, costándonos lágrimas, aceptamos lo que es mejor para nosotros y para el equipo. Para Diana ese día significaba un aprendizaje para su vida. Dejar ir. Tomar la decisión contraria a la que quieres, en este caso era hacer lo correcto. Con el corazón en la mano dijo que no podía continuar. Ella tenía que parar y nosotras continuar. La llevaríamos el resto del trayecto en el corazón.

Nunca la había visto tan triste. Las lágrimas caían y Mónica, Pepe y yo intentábamos animarla y explicarle que el camino no es contra la salud.

Un carro la recogió y la llevó al hotel para ser atendida. Se fue sin perder la esperanza de seguir caminando.

Mónica y yo continuamos. Pepe se nos unía por momentos. A veces escampaba y salía el sol. La ropa se secaba un poco pero luego todo volvía a ser lluvia.

Aproximadamente a medio día hicimos una parada para probar el mejor pulpo de la zona en un lugar que nos habían recomendado.

Pepe nos había hablado de una pareja de italianos que habían llegado a caminar solamente el último tramo de la ruta y al terminarla se casarían frente a los familiares que los esperaban en la Catedral de Santiango de Compostela. Nos había parecido una historia de ficción pero efectivamente, los conocimos en esa parada.

En ese mismo lugar, en la mesa vecina, estaban sentados tres amigos entre los sesenta y setenta años, quienes anualmente se encontraban para hacer una jornada de camino. Su aspecto era el de personas que se encuentran para pasar la tarde: ligeros de equipaje, sombrilla y todo un universo de palabras para decirse entre ellos.

Cada tanto nos deteníamos para admirar paisajes y lugares increíbles y recuperar energía.

Faltaban ocho kilómetros y mi hermana y yo reconocíamos los estragos que esta etapa había hecho en nuestros cuerpos.

Seguía lloviendo y una pendiente del terreno, extremadamente inclinada, dificultó aún más el camino. En ese instante sublime es cuando el propósito del día se convierte en motivación para el cuerpo y para el alma. Olvidaba la fatiga extrema para sentirme feliz y agradecida. Te había conocido amor de mi vida, el universo había conspirado para que tú y yo nos encontráramos. Cómo claudicar, cómo no dedicarte con orgullo mis pasos.

Entonces pensé: “sin esperarlo llegaste, cuando menos te esperaba. Tantos días… tantas noches, con esta sensación de tener mi corazón rebosante de amor, la vida te había puesto en la mitad de mi camino y llegaste a hacerme feliz. Siempre está ahí para mí, listo para darme una palabra de aliento sin importar las dificultades, creyendo en mí, provocando mi risa y mis sonrisas, en fin, con días difíciles, pero amándonos”.

Faltaban tres kilómetros cuando vimos aparecer de nuevo a Pepe. Qué alegría nos produjo el encuentro. A nosotras, de lejos, se nos notaba el cansancio, él, en cambio, estaba entero. Como siempre, con sabiduría nos dijo: “el cuerpo se acostumbra, mañana será un día mejor”.

El sol nos premió con su tibieza en el último tramo para llegar a Arzúa. Atravesamos una colina, tomamos un respiro en el puente para ver el paisaje y las pocas palabras que nos cruzábamos eran para decir: ¡ya casi lo logramos! Y por fin… el letrero con el nombre del municipio de Arzúa. Pepe se unió a la celebración de este premio de montaña. Ese que solo se ganan los que luchan sin detenerse, los guerreros. Eso, exactamente eso, eres para mí, amor mío… amor de mi vida: mi mejor premio.

Esperamos en el hostal con Pepe mientras llegaban por nosotras para llevarnos a descansar. Todo el cuerpo me dolía pero estaba plena y feliz. Aprovechamos el momento para escuchar parte de la historia de nuestro querido amigo y compañero de viaje: estaba jubilado por la oficina de correo, había dedicado su vida a ser cartero y se había ganado un puesto en Ibiza. Nos deleitó con innumerables historias, todas dignas de una recopilación.

Del hostal fuimos conducidas al lugar donde pasaríamos la noche. Sencillamente espectacular. Era una casa de campo restaurada. Mi asombro no cesaba. Perfecto para descansar.

Era la culminación de una larga jornada de agradecimiento. Con los bastones en alto celebré tenerte, amor.

Me senté a descansar. En la mesa, como servilletero, estaba la flecha del camino con el nombre de lugar. Quise conservarla como recuerdo y busqué a la dueña del hostal para que me la vendiera.
Era una mujer muy amable, bonita, de mejillas de niña. Estaba embarazada y junto a su esposo atendía el establecimiento. Me regaló la flecha.

Le pasé mi brazo por sus hombros y posamos para que mi hermana nos tomara una foto. Le pregunté cuál era su nombre y cuando me dijo que se llamaba Pily, me quebré y ya no pude contener el llanto.

Ese día, que era el elegido para caminar por mi vida, me estaba entregando las respuestas. Todo estaba dicho: la compensación del esfuerzo y el trabajo.

Me sentí con una energía nueva. Vendrían más días que yo andaría con más entusiasmo.

Nuestra segunda estación fue Palas del Rey. A unos pocos kilómetros encontramos un parque, en el que su principal atractivo era un mirador desde el cual se apreciaba la inmensidad del paisaje. Mónica y yo nos sentimos como dos soldados que celebran la victoria.

Mientas llegaban Diana y María Alejandra nos detuvimos a admirar una pequeña iglesia que parecía traída de tiempos medievales y puesta allí para recibirnos. Entré a orar. Necesitaba estar sola y dejar salir en ese espacio íntimo un sentimiento que me ahogaba: agradecer por tantas bendiciones.

Luego, una señora selló mi pasaporte y me mostró unas canastas en frente del altar que contenían mensajes escritos. Leí algunos, muy bellos e inspiradores. Fue un momento de comunión espiritual. Por último, fui partícipe de un ritual maravilloso: debía escribir mis peticiones y dejarlas con las de los demás peregrinos, pues los miércoles después de misa deberían ser quemadas.

Del hostal enviaron a recogernos. Ya queríamos descansar y darle tregua a los pies. Las consecuencias de 46 kilómetros de camino se hacían sentir. Y Diana, estaba ahí, con nosotras, a pesar del dolor en su rodilla.

Almorzamos en el único café abierto en el pueblo. Allí nos reunimos todos los caminantes, nos saludamos con alegría. Ya éramos familia. Nos unían las vivencias de una experiencia única. Nunca volveríamos a ser los mismos.

Antes de salir vimos a Pepe y luego a John. Nos detuvimos y le regalamos nuestra banderita a ese ángel del camino que no tuvo reparos en desprenderse de sus medicamentos. La recibió sorprendido y sonrió. Después supimos que cada que tenía oportunidad la enseñaba a otros caminantes. Fue su regalo pero, realmente, él lo fue para nosotras.

En el hostal, Pily, casualmente otra Pily, nos esperaba para acomodarnos y atendernos. A pesar del embarazo hizo gala de su hospitalidad y nos sirvió una cena difícil de olvidar.

Las habitaciones parecían sacadas de la ilustración de un cuento infantil. Todo el lugar lo parecía. Ella nos deseó una buena noche y quedamos acompañadas de tres perros guardianes del hostal.  Tres canes enormes y bonachones que no hicieron más que celebrar nuestra presencia.

Había salido el sol. Salimos del hotel y de inmediato respiramos el ambiente que todos los viajantes perciben: símbolos del Camino de Santiago. ¡Qué emoción!, flechas amarillas, conchas, postes en la ruta marcando los kilómetros, letreros con mensajes dando ánimo, “Buen camino”, “Falta poco”, mensajes que se convirtieron en nuestra compañía permanente. La ruta estaba marcada y nuestros primeros pasos ya eran una realidad.

Recién salimos de Sarria nos detuvimos en una carrilera de tren que atravesaba el camino. Se nos acercó un hombre español de cabello canoso, sonriente y afable. Saludó y nos contó que tenía 68 años, que llevaba 33 días caminando. Cuando le explicamos que era nuestro primer tramo, como un papá, nos dio consejos y ánimos para continuar.

Avanzamos diez kilómetros. Nos encontramos con peregrinos de todas partes del mundo. Cada uno a su ritmo: de acuerdo a la edad, el estado físico y mental, el peso del equipaje. Algunos conversaban, otros iban en silencio y pensé: “Este camino es una comparación perfecta de lo que es el sendero que representa la vida”.

Nos detuvimos en el primer café que encontramos. Una casita en medio del campo. Entramos y fue un deleite beber un aromático café caliente acompañado de galletas. La hija de la propietaria era una niña de siete años, quien estaba feliz de sellar los pasaportes. Su simpatía y la sonrisa con que recibía a los peregrinos me cautivó. A ella le regalé la segunda manilla colombiana. En esa casita quedó otro pedacito de nuestro país. La primera se la había regalado al primer peregrino con el que nos cruzamos: Jerry, un hombre norteamericano de 78 años, que llevaba más de 30 días caminando solo.

Mi camiseta llevaba estampado el propósito de cada día. Hoy caminaba por mi familia.

Empezó a lloviznar. A medida que el cansancio, el frío y la lluvia castigaban nuestros cuerpos, también iban quebrantando la voluntad. Se acabaron las palabras, el silencio se coló entre nosotras y empecé a transitar mi propio camino al corazón: aprecié mejor cada recodo del paisaje, recordé a mi madre y su compañía amorosa en muchos momentos de mi vida. Estaba agradecida con ella por ser faro en medio de las dificultades. La tuve en mi mente siempre. Recordé con gratitud, también, la influencia perseverante y emprendedora de mi padre. Por ellos soporté el dolor en mis pies, solo llevaba un año desde la cirugía en ambos. Un dolor que nunca me abandonó y que pasó a un segundo plano cuando caminando con dificultad pensé en que el cansancio no era parte de la vida de ellos y fue así, con esa convicción como nos educaron.

Volvimos a ver al español más adelante y siempre nos alentaba a seguir. Sus palabras siempre eran estimulantes y positivas. Faltaban cuatro kilómetros cuando lo encontramos por última vez.  “Ánimo, que ya vamos a llegar”, dijo. Desde ese momento nos acompañó hasta el final del trayecto. El último tramo fue un descenso por una pendiente muy empinada. A medida que avanzábamos podíamos ver a lo lejos la localidad de Portomarín, nuestro destino.

El paisaje, bellísimo, fue la recompensa. Habíamos recorrido 22 kilómetros. Orgullosos dimos nuestros últimos pasos por un extenso puente que atravesaba el ancho Río Miño.
A pocos metros de alcanzar la meta le pregunté al español cuál era su nombre.

Me llamo Pepe, respondió. Mi corazón latió más fuerte, estaba profundamente conmovida: ese hombre que conocimos empezando el trayecto, el que nos había acompañado y animado cuando creímos perder las fuerzas, ese hombre se llamaba como mi hijo. Pepe, como le decimos en casa a mi Pedro. Mi inspiración, mi vida, mi motor.

La llegada al hotel, Pazo de Berbetoros fue otro premio. Era un lugar especial. Una casa restaurada, de dos plantas. Cada habitación tenía encanto.

Luego de descansar y tomar un baño, fuimos a conocer el pueblo. La iglesia de San Pedro de Portomarín, al lado del hotel, le hacía honor también a mi hijo, seguía empeñado el camino en hacerme sentir a mi pedacito de vida a mi lado. Cenamos, y decidimos entrar a la iglesia principal a dar gracias a Dios, y el clima se ensañó en hacernos permanecer por más tiempo… era realmente un diluvio. Ahí ya estaba Pepe con nosotros, y yo aproveché para entregarle la manilla de Colombia, él era el mayor merecedor de ella.

Regresamos a descansar. Nos esperaba el segundo tramo de esta aventura.
Suso, el dueño del hotel era un hombre amable. Él y su señora, dueños del lugar, se encargaban de hacerle especial el paso a cada peregrino. Nos preparó café, nos ofreció probar bebidas especiales de la zona y el día terminó con historias de colombianos que habían estado en este sitio.

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