El camino de Santiago de Compostela día 4

Día 4
Arzúa – O Pedrouzo 19 Km

La salida la programamos para las seis de la mañana. Sabíamos que en este día nos esperaba un recorrido menos largo pero siempre es bueno madrugar.

Cuando estábamos listos para comenzar la jornada llegó Pepe riendo. Nos contó que había olvidado su celular fuera de la habitación y que la alarma había despertado a todos los peregrinos. Después de saber esto no nos pareció extraño encontrarnos con todos en la puerta de su Hostal.

Helena, la encargada de nuestro hotel en Arzúa no solo estuvo al tanto de complacernos con toda clase de atenciones la noche anterior sino que en la mañana hallamos nuestro refrigerio para el camino.

Partimos todos en pequeños grupos. Diana se había reincorporado. Su rodilla había mejorado. El propósito de mis pasos en este cuarto día sería por el futuro. Por sacar todo mi coraje para que mis sueños dejaran de ser solo eso y se hicieran realidad. Por mi hijo, porque quiero estar a su vera como si él fuera el mejor y más importante proyecto.

El camino comenzaba cerca del pueblo. Recorrimos los primeros kilómetros y vimos el amanecer. El paisaje iba creciendo en belleza. Nuestros pasos se adentraron en una zona boscosa, en la que se hizo imperioso detenerse para tomarse el tiempo de observarlo con detenimiento y guardarlo en nuestro álbum de recuerdos.

Aunque el terreno era menos quebrado, el frío era muy intenso. En ese momento del camino y sin conocer los nombres ni las nacionalidades de la mayoría de los caminantes, ya nos mirábamos como amigos. Habían sido muchos los trayectos saludándonos y reconociendo la expresión de alegría o de cansancio en los ojos de todos, en especial cuando algunos nos adelantábamos o nos retrasábamos. El espíritu nos unía y ese lazo es más fuerte que cualquier otro cuando las circunstancias nos llevaban a compartir paisajes perdidos en lugares remotos y tomar café caliente tan lejos de casa.

Poco a poco fuimos llegando a la primera parada obligada. Hacía mucho frío. Nos saludamos, bebimos algo y rápidamente continuamos, como quien recarga combustible.

Todas hemos soñado con un bosque encantado. Un bosque donde habitan hadas, un bosque donde alegres pudiéramos correr, saltar, escondernos, enamorarnos y hasta casarnos. No llevábamos mucho trecho recorrido cuando de un momento a otro, como un regalo de la vida, allí, a nuestro alcance estaba el bosque imaginado. Nos convertimos en niñas, olvidamos el camino, olvidamos que faltaban diez kilómetros por recorrer. Los peregrinos prosiguieron mirándonos con extrañeza. Era posible que ellos solo pensaran en llegar a descansar y que olvidaran qué tan importante es el viaje como el destino final. Otra enseñanza fundamental: la vida no es para verla pasar de largo.

Renovadas nos reincorporamos al camino. Más adelante volvimos a ver a Pepe. Cuando nos habíamos detenido en el bosque, él había continuado. Nos explicó que su deseo era que disfrutáramos ese momento en intimidad. ¡Sabio, como siempre! También nos contó que discretamente se había separado de un peregrino brasilero que minutos antes nos había ofendido con su expresión malintencionada: “Pablo Escobar” cuando supo que éramos colombianas. Nos conmovió que se solidarizara con nosotras.

Pensé: “Así es también la vida… algunos llegan para quedarse, otros no tienen cabida en nuestras vidas. Solo vale la pena compartir con quien te llena el alma y el corazón”.

No todo el camino era a campo abierto, a veces los caminantes avanzábamos por túneles construidos debajo del trazado urbano y eran transitados solo por los peregrinos. Son ideales para ir dejando mensajes. Mi mente siempre estaba abierta para elegir alguno de ellos y cargarlo en mi equipaje para llevármelo para siempre.

Alguna amiga peregrina con sabiduría comentó: “El camino de Santiago te habla, solo debes escucharlo” y le encontré todo el sentido. Esa era una señal para diseñar mi futuro. Hallar el valor necesario para encaminarme y conseguir lo mejor para mi familia, para mi hijo, para mi empresa y acompañada de mi gran amor. Las siguientes decisiones que tomara en mi vida tendrían que ver con deshacerme de lo que no es conveniente. Una caneca de basura a la vera del camino me lo decía a gritos.

Mónica seguía cantando pero cada vez espaciaba más las canciones para hablar de lo resentido que tenía el cuerpo debido a tantos kilómetros a cuestas. A mí también me asaltaban con mayor frecuencia pensamientos relacionados con inventarme fórmulas para vencer el cansancio, pensamientos que me hacían perder concentración en mi verdadero propósito del día. Confieso que caminar con medio corazón en Colombia no era fácil. Muchas veces sentí ganas de llorar. El recuerdo de mi hijo se había vuelto recurrente. Él estaba bien, como lo estaba yo y, también, mis compañeras de viaje pero lo extrañaba cada segundo. Mony tenía razón: nos empezaban a pesar los más de setenta kilómetros recorridos. Diana venía bien. Era posible que la voluntad de alcanzar su sueño fuera más fuerte que la molestia en su rodilla.

Era poco lo que faltaba cuando descubrimos que a unos metros más adelante estaban haciendo un homenaje a dos peregrinos que habían muerto antes de llegar a la meta. Quise pensar que ese homenaje era a una colombiana que en 2015 había sido atropellada al cruzar la calle después de una larga jornada.

Y por fin, el destino final del día: el municipio de O Pedrouzo: una nueva señal que me hacía relacionar el nombre de la población con mi Pedro.

Ya sentíamos que habíamos terminado la jornada cuando descubrimos una inconsistencia en nuestro mapa: el hostal quedaba a diez kilómetros de allí en dirección a Santiago de Compostela. Ya nuestra capacidad de resistencia se nos estaba agotando, las fuerzas y la voluntad estaban programadas para veinte kilómetros.

Hicimos la llamada al hostal y de allí nos recogieron. El conductor nos explicó que ellos estaban ubicados en la mitad del camino entre O Pedrouzo y Santiago. La solución era que nos llevaran al día siguiente, temprano al punto de partida, caminar hacia nuestro destino final y de esa manera alcanzar la misa del peregrino, a las doce del día, en la catedral de Santiago de Compostela. Nos respondió que solamente podría llevarnos a las siete y treinta y que saliendo a esa hora era imposible recorrer veinte kilómetros y llegar a tiempo.

Diana y yo nos entendimos con la mirada: lo mejor era caminarlos de una vez y dejar la jornada final con el recorrido ya establecido en la ruta de viaje. Mony se negaba a continuar, dijo que había sido el día más agotador. Reflexionó y se fue convenciendo de que éramos capaces.

¿Por qué me estaba dando por vencida? Necesitaba entender por qué el propósito de este día estaba siendo opacado por la fatiga. La respuesta vino a mí de inmediato: se hacía necesario liberarse del cansancio que llevamos a cuestas para identificar el futuro con claridad.

Llegamos al hotel, descargamos algún peso innecesario, bebimos agua y pedimos que nos regresaran. El conductor nos trasmitió la motivación que nos faltaba: ustedes son capaces, tomaron la decisión correcta, es de la única forma en que alcanzan a llegar a tiempo a la misa del peregrino, nos dijo con cariño.

No habíamos llegado al lugar de donde partiríamos de nuevo y ya comenzaba a llover. Un grado más de dificultad nos ponía a prueba.

El camino estaba desierto, los peregrinos ya debían haber llegado a su destino. Con bríos renovados disfrutamos de un paisaje bellísimo, sembrado de flores y mensajes inspiradores que los caminantes iban dejado en los árboles. Tomamos algunas fotografías, reímos recordando el tropiezo vivido y celebramos la decisión tomada.

Aún faltaban dificultades por sortear: nadie nos había informado que este último tramo estaba trazado sobre un terreno tan complicado de recorrer. Una fuerte e interminable pendiente, bordeada de restos de granizo, por un terreno boscoso, sumada a la soledad del camino, la lluvia, el frío y el cansancio extremo, hicieron que la distancia entre nosotras creciera. Estoy segura de que en ese instante, las tres nos cuestionamos acerca del momento de la vida que nos tenía experimentando esta experiencia.

Llegamos a un café cerca al hotel. Ya no era lluvia lo que nos acompañaba, era un diluvio.

Fue el momento de mayor lucha interna, y lo había vencido. Había tenido que buscar en lo más profundo de mí la tenacidad que siempre me había acompañado. Así llegamos. Pude recordar lo que tantas veces había vivido: lo difícil enseña, la felicidad es cuestión de actitud.

Fue así, con estas reflexiones, como fui capaz de asumir el reto. ¡Estaba feliz!

Como un recibimiento, en la entrada del lugar, estaba la escultura del peregrino de lata, y sin importar el aguacero pedí que me tomaran una foto a su lado.

¡Habíamos llegado!

Mónica, que nunca bebe licor, ordenó un trago de ron para calentarnos y felices compartimos la culminación de un tramo muy difícil, tal vez el más difícil. Ese día habíamos caminado no veinte sino treinta kilómetros. Había sido una verdadera batalla interna.

Nos faltaban diez para terminar el peregrinaje a Santiago de Compostela.

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